Absurdamente globales
Una chaqueta en un H&M de Dublín, un suvenir low cost que vino de Oriente cerca de la Torre Eiffel, subir a la última planta de Zara en la Quinta Avenida de Nueva York por algo tan extraño como ‘pisar’ suelo español, comer un Big Mac entre góndolas venecianas o descubrir como Jimmy McNulty, uno de los protas de The Wire, tiene los mismos problemas que nosotros para montar a sus hijos una litera de IKEA, aunque él la comprara en Baltimore y nosotros en Alcorcón… Analogías seriéfilas aparte, nuestras ciudades han vivido una mutación que deriva en una corriente homogénea, como si todas en paralelo se hubieran puesto en guardia para no ser menos a la hora de cumplir con los deberes que impone la globalización.
Uno de mis recuerdos más entrañables de la infancia es cómo cada día, al salir del colegio e ir a casa a comer, parábamos den la panadería-tienda de ultramarinos de la señora Carmen para comprar el pan. Una rutina que ya mi padre repetía en su infancia con mi abuela que vivía solo a dos portales del nuestro. A día de hoy, cada vez que vuelvo a la casa familiar, paso por delante del local de la tienda de la señora Carmen que, en los últimos 10 años ha acogido al menos tres negocios diferentes: una copistería en mis años de universitario, una tienda de telefonía después y ahora un local con luz blanca, muy blanca, en el que bajo el paraguas de una gran franquicia se venden yogures y helados que puedes personalizar con una variedad infinita de vistosos toppings.
Detrás de esta anécdota, además de la nostalgia habitual de quien va cumpliendo años, hay también una reflexión importante sobre en qué se están convirtiendo nuestras ciudades. Si algo ha caracterizado a la fisionomía de las capitales y pueblos de España ha sido la multiplicidad de pequeños negocios, muchos de ellos familiares, en los que casi todo podía resolverse en un radio de no más de dos o tres manzanas. Muchos de estos negocios de barrio, como el zapatero, la mercería, la papelería-quiosco de prensa o la ferretería, también en mis recuerdos de infancia y en los de muchos de nosotros, aún siguen abiertos y luchan por mantenerse vivos en un entorno feroz en el que los efectos de la globalización, con la competencia de las grandes compañías; y la fuerza avasalladora de internet son difíciles competidores.
Si estás de viaje de trabajo en Barcelona y necesitas un zapatero de urgencia que arregle la maltrecha suela de tus zapatos; rápido recurres a tu smartphone y tecleas “zapatero” en el buscador que, desafortunadamente, no identifica nada en un perímetro de 2 km; repites la operación en una de las apps de búsqueda de negocios que te descargaste hace meses y el resultado es el mismo: 20 restaurantes de comida rápida y ninguna tienda de reparación de calzado. “¡Es imposible!”, piensas. Pero, desafortunadamente para ti y para millones de negocios en España y en toda Europa, es su día a día: no están en la red, no los indexan los buscadores y, por lo tanto “no existen”.
Si tenemos en cuenta que un 40% de los negocios europeos no cuenta con página web ni ningún otro tipo de recurso online, OBP solventará algunos de los problemas clásicos de las bases de datos comerciales: una cobertura incompleta (estimada entre el 85% y el 95%), no contemplan la elevada rotación de estas pequeñas compañías, la ausencia de una base de datos autorizada y que las pequeñas empresas no sepan en qué medio es más conveniente estar presente.
Para 2022, OBP prevé alcanzar al 90% de este tipo de negocios en Europa y evitar que así que estos dejen de ser un recuerdo de la infancia y puedan seguir formando parte de nuestro presente, permitiendo que nuestras ciudades y nuestros barrios conserven el tejido comercial, empresarial y la personalidad que les hace únicos.